Autora: Maga de Lioncourt
Cambio de planes.
Cuando Pablo entró a la habitación, el pequeño estaba llorando de nuevo. A veces tenía la impresión de que no se callaba nunca, que vivía para pegar esos chillidos exasperantes día y noche.
Se acercó a la cuna y lo vio entre los barrotes, llorando a pleno pulmón con la carita arrugada y roja por el esfuerzo. Sentía que el sonido del llanto le perforaba los oídos y se le clavaba en ciertas partes del cerebro, como si alguien hiciera vudú con él. El pequeño Nicolás sacudía los puños en el aire como si esperara que alguien los tomara y lo sacara de su miseria. Pero nadie vendría.
Su madre había tenido que ir al supermercado al darse cuenta que la leche “especial” se había acabado, y su padre aún estaría en el trabajo durante varias horas más. Estaban solos.
Pablo se subió al banquito que había traído de su propia habitación y se dobló sobre la protección de la cuna para tomar al bebé.
Nicolás abrió los ojos apenas cuando se dio cuenta que estaba siendo alzado, pero evidentemente no le gustó lo que veía, ya que chilló más fuerte aun, si cabe. Irritado, Pablo le ordenó callar, y cuando vio que eso no tendría resultados lo sacudió violentamente, pero sólo logró que Nicolás llorara más fuerte y que dos gruesas lágrimas se deslizaran de sus ojitos.
Se bajó del banco con cuidado, no quería caerse. Apoyó al pequeño llorón en el piso y volvió a subirse al banco con la mochila en la mano. Dentro tenía lo que le había costado semanas reproducir de un libro: un muñeco de ramas y hojas, casi del mismo tamaño que el bebé humano que se debatía inútilmente en el suelo. Lo acostó en la cuna con cuidado, intentando que no se desprendieran más hojas.
Volvió a bajar, y esta vez a quien metió en la mochila fue a Nicolás, sabiendo que de todos modos no lograría hacerlo callar.
Con el peso del bebé la mochila resultaba bastante incómoda, pero llevarlo así era lo mejor si quería avanzar de prisa.
Bajó las escaleras y salió por la puerta de la cocina a la noche iluminada por la luna llena.
^^^^^^^^^^^^^^
La casa estaba muy apartada de la ciudad, por eso sabía que su madre aún tardaría una hora en regresar.
Si caminabas unos cien metros en cualquier dirección, te encontrabas rodeado por una amplia variedad de árboles, arbustos y flores de todos los colores, y si no tenías sentido de la orientación, podías caminar durante horas sin hallar una sola casa o persona dispuesto a decirte dónde estabas. La diferencia es que Pablo se crió en esos bosques, y desde los seis años sabía recorrer los dos kilómetros que separaban al lago de la casa, como cualquier otro niño de su edad conoce el camino de su casa a la escuela.
Esa noche la luz de la luna lo ayudó. Estaba decidido y no tenía miedo, dos cosas que suelen darse juntas casi siempre durante la infancia. Se adentró por un camino que había trazado solo en sus juegos diarios y avanzó hacia su destino con agilidad.
Si bien Nicolás aún no se callaba, había bajado la intensidad de su llanto después de veinte minutos de caminata y dos tropezones bastante fuertes. Ahora de la mochila solo escapaban suaves hipidos y sollozos débiles. A Pablo no se le pasó por la cabeza el que su hermano podría estarse asfixiando, su plan no incluía finales alternativos.
El bosque, de noche, era un terreno completamente desconocido, y unas diez veces más fascinante que durante el día.
Abundaban las sombras, las ramas que le azotaban el rostro de vez en cuando, y al callar Nicolás lo suficiente, fue capaz de percibir sonidos que apenas lograba escuchar desde la oscuridad de su dormitorio. Diferentes pájaros anunciaban su llegada antes de que pasara debajo de determinado árbol, y diferentes criaturas se escurrían entre las hojas y plantas a su paso. Incluso un par de veces vio el brillo de pequeños ojillos observándolo desde las sombras.
Avanzaba devorando el bosque y la distancia, decidido a hacer su voluntad, sin haber escuchado nunca esa expresión.
Casi media hora después, llegaron al lago. La luna navegaba en las aguas más negras que el propio cielo, y corría una fría corriente de aire que en seguida lo refrescó y le hizo notar que estaba bañado en sudor.
Se acercó a las piedras que se había tomado la molestia de reunir en círculo y se quitó la mochila. Cuando la abrió, Nicolás lo miró con los párpados entreabiertos, medio desmayado por la semiasfixia y demasiado agotado para llorar. Pablo lo sacó de la mochila y lo acostó en medio del círculo, sobre un colchón de ramas secas y hojas.
Sin una última mirada, se dispuso a volver a su casa, aliviado por no tener que soportar el peso del bebé sobre la espalda.
Pero no había dado más de quince pasos, cuando un resplandor avanzó hacia él desde los árboles, y eso, finalmente, logró cortarle la respiración. La luz dorada fue creciendo y perdiendo intensidad, y de repente fue capaz de distinguir que en medio se movía una figura. Cuando estuvo lo bastante cerca, se llevó la impresión de su vida: se trataba de una mujer muy delgada y alta, casi tres veces de su tamaño. Su cuerpo parecía una rama, por lo fino y delicado, y el color de su piel era oscuro como la corteza de un árbol. Tenía un cabello muy largo, casi le llegaba a las rodillas, y era de color verde; parecía tener vida propia.
Cuando se acercó al niño y lo miró desde su increíble altura, Pablo comprobó que el color de sus ojos también era verde, y que su expresión era bastante severa. Desconocía por completo el significado de “malicia”, pero de haber prestado algo de atención a las miradas de muchos adultos, podría haber detectado ese signo en los ojos de la criatura.
De la luz surgieron tres seres más, pero todos eran masculinos, altos, robustos y de gestos duros y movimientos rígidos; se veían amenazantes.
De pie bajo la luz fría e indiferente de la luna, la mujer-árbol habló.
─He visto lo que hiciste.
Pablo no podía hablar, pero abrió muy grandes los ojos, sin pretender disimular que no comprendía de lo que le hablaba. Él leía libros de mitología, entendía muchas cosas y creía en varias más.
─Quieres cambiar a esa criatura ─continuó ella, sin inflexión en la voz.
Pablo negó brevemente con la cabeza.
─No, ¿verdad? ─Ella no esperó por una respuesta, dobló su esbelto talle y puso su mirada casi a la altura de la del chico ─. Tú ya hiciste el cambio. Ahora esperas a que los demás así lo crean, que se conformen y que olviden pronto que existió ese niño.
Cuando vio que Pablo bajaba la mirada a sus pies sin responder, tomó aire bruscamente y volvió a enderezarse. Ésta vez, cuando habló, su voz fue más amable.
─Por lo que has hecho, mereces que haya un cambio ─Pablo levantó la mirada, esperanzado, y ella le sonrió de lado ─. Nadie merece vivir del modo que no desea.
Pablo fue a contestar, pero lo detuvo la presión de una mano en el brazo.
^^^^^^^^^^^^^^
Estacionó y bajó del auto deprisa.
Era la primera vez que le ocurría tener que salir en plena noche a la ciudad dejando a los niños solos. Sabía que en los tiempos que corren no es bueno tentar a la desgracia de ese modo, pero se había dado cuenta que no quedaba suficiente leche del primer crecimiento como pensaba, y como hacía semanas que no podía amamantar, tenía que ir a comprar más.
La próxima vez se aseguraría de que Martín se llevara su auto y dejara el de ella, por más riesgo a quedarse en medio de la nada que corriera. Sin la silla del bebé, no podía ir con Nicolás a ningún lado, y la misma estaba instalada desde siempre en su pequeño Fiat.
Cuando abrió la puerta, el silencio se le vino encima, y no supo si sentirse aliviada o más histérica de lo que ya estaba.
─¡Pablo! ─chilló, escuchando el temblor en su voz.
No obtuvo respuesta. Caminó a grandes pasos hacia la sala, pero la televisión estaba apagada y no se encontraba ninguno de los niños. Corrió a la cocina, donde volvió a llamarlo, pero estaba vacía también.
Volvió a llamar a su hijo de nueve años, esta vez convencida de que había ocurrido una desgracia tremenda y nuevamente le respondió el silencio.
Subió los escalones de dos en dos, haciendo tanto ruido que daba la impresión de que todo un pelotón se ejercitaba dentro de la casa. Corrió por el pasillo hacia el cuarto de Nicolás y se le cortó el aliento cuando vio el fino hilo de luz bajo la puerta.
Abrió, con el nombre de su hijo a punto de escaparse de su boca… y se quedó helada ante la imagen que tenía ante sí.
El pequeño Nicolás estaba sentado entre almohadones en su cuna. No volteó a verla, concentrado como estaba en contemplar el juguete que giraba sobre su cabeza. Se lo veía tranquilo y saludable, tan callado como no recordaba haberlo visto en varios días.
Su hermano mayor, Pablo, estaba apoyado en la barrera de la cuna, de espaldas a su madre y, en apariencia, concentrado en lo mismo que el bebé.
Entró suavemente, y para no asustarlos, habló en voz baja.
─Pablo… ─Nicolás la miró entonces al reconocer su voz, y ella le sonrió ─. Ya volví, hijo. ¿Estuvo todo bien?
Pablo no se volteó, pero ella escuchó que contestaba “Ajá”, como si no se hubiera ido por casi dos horas exponiéndolos a vaya a saber qué.
Se acercó a sus hijos, y extendió un dedo hacia Nicolás quien no demoró en tomarlo con sus manitas con fuerza. Se agachó junto a Pablo y apoyó la cabeza en su brazo. Su ropa y piel tenían un olor muy particular, como a tierra y sol, y pensó que se trataba de una más de las ventajas de criar niños en el bosque.
Inhaló el perfume de su hijo, y mirándolo volvió a preguntar:
─¿Todo bien?
─Todo bien ─respondió Pablo, sus ojos verdes brillando con intensidad.
Un relato tipico de Maga hermoso, me facino.
ResponderEliminarMAGAA:D
ResponderEliminarYa te comenté en tu blog, y aqui vuelvo a hacerlo... me tuvo en vilo, sin saber qué pasaría, que estaba ocurriendo.. me encantó:D
Mucha suerte mi reina:D
WOW !! xD!! Impresionante Maga !!
ResponderEliminara medida que iba leyendo quería saber mas y mas, lograste mantenerme al vilo todo el tiempo, que relato tan bueno !!
Mucha suerte !!
Besos
Muy buen relato Maga. Sí que está en el estilo que veo en tus relatos.
ResponderEliminarMuchas gracias a todos!!
ResponderEliminarMe alegra que les gustara :-)
Besos!!
Cuanto menos curioso...bien narrado, las atmósferas descritas con habilidad.
ResponderEliminar¡Mucha suerte!