La sangre no sabe de secretos
Se cosió los labios, sabiendo que su ansiedad y falta de concentración podían jugarle una mala pasada.
Luego de unos instantes comprendió que su mirada bien podía
delatar que sabía algo y actuó rápidamente, se arrancó los ojos con sus propios
dedos en un ataque de desesperación máxima.
Sus oídos -aún intactos- percibían todo lo que ocurría a su
alrededor y le hacían saber que estaban allí, que conocían el asunto, que
podían hacer de las suyas cuando menos lo esperara.
Histérica, corrió a la cocina y buscó el cuchillo más afilado. No
le importó llevarse todo a su paso. No pensó siquiera en el dolor que ya sentía
o el que habría de sentir a continuación. Se apuñaló la cabeza con tal
brutalidad que sus tímpanos estallaron en pocos segundos.
Cayó de rodillas, con el cuchillo aún en su poder y supo, en un
momento de fugaz coherencia, que aquellas manos tan hábiles que le habían
servido para eliminar sus defectos, se mantenían impunes y perfectas.
Lo que no podía decir, podía ser escrito. Sus manos se erguían en
lo alto, aunque sus ojos no pudieran observarlas, movían el arma entre los
dedos lentamente, como sopesando la situación.
Una angustia infinita despertó en su pecho al descubrir que esas
malditas manos parecían estar dispuestas a obligarla a vender aquello que había
jurado ocultar. No lo pensó siquiera, solo actuó por instinto. Movió el
cuchillo en el aire y se cortó sendas muñecas, con la profundidad justa como
para permitirles seguir moviéndose, pero levemente. Guardó la poca fuerza que
le quedaba para atarse ambas manos con uno de los cordones de sus
zapatillas.
Se desplomó en el suelo jadeante, consciente ahora del dolor
visceral que corroía su cuerpo. Sentía la sangre correr con premura a través de
sus venas y la certeza de la muerte próxima intentó dibujarle una sonrisa, más
su rostro no pudo responder al gesto, las puntadas que se he había dado eran fuertes
e inflexibles.
Su corazón dio un último latido y enmudeció. Su cuerpo quedó allí,
tirado en el suelo, desmadejado y destrozado por ella misma, en un arrojo total
por ocultar aquel secreto que, tal y como había prometido, procuró llevarse a
la tumba. Pero la sangre es traicionera, la sangre no sabe de juramentos.
Cuando llegaron los forenses, un fuerte y nauseabundo olor a óxido
inundaba el lugar. Ese fluido rojo oscuro que rodeaba el cadáver de la joven
muchacha cantaba aún ciertas estrofas oscuras, más nadie supo escuchar el
canto o entenderlo siquiera.
Nos leemos pronto!
